La fascinación por las islas no es algo nuevo. De hecho, se trata probablemente de uno de los lugares comunes más antiguos de la literatura. Pensemos, por ejemplo, en la Odisea de Homero, uno de los textos fundacionales de las letras de occidente, que nos presenta todo un catálogo de islas y archipiélagos fantásticos en cuyas costas se ve obligado a recalar el esforzado Odiseo en su retorno a Ítaca (otra isla, por cierto).

En su bastante desconocida Tales of the Enchanted Islands of the Atlantic (1898), Thomas Wentworth Higginson, militar abolicionista, pastor de almas y mentor literario de Emily Dickinson, da en la diana cuando afirma en su prólogo:

«En todos los tiempos y con todas las razas del mar siempre ha existido alguna historia fascinante sobre una isla en medio del océano. Su misma existencia tiene para todos los exploradores un aire mágico. Una isla nos ofrece unas alturas que se elevan desde las profundidades, nos enseña aquello que está más sólidamente anclado al lado de lo que resulta más cambiante, lo fértil al lado de lo estéril y la seguridad junto al peligro. El océano siempre tiende a usurpar la isla, la isla que está sobre el océano. Existen una al lado del otro, amigos pero enemigos. La isla significa la seguridad en la calma pero también el peligro en la tempestad. En la tormenta, el marino se alegra de no encontrarse cerca de ella e incluso si se dirigía a ella cambia su rumbo para poner proa a mar abierto. Sin embargo, a menudo, cuando la busca, no la puede alcanzar.»

Las islas se erigen, entonces, como una contradicción, una dicotomía o una lucha de contrarios. Difícilmente no podrían ser inspiradoras si partimos de una premisa tan interesante pues, recordémoslo, los seres humanos llevamos el ying y el yang tatuado en nuestro ADN cultural y las buenas historias siempre nacen de nuestras luchas internas.

Islas hay muchas salpicando todos los mares y océanos del globo, pero hoy toca centrarse en el Archipiélago Canario.

Las islas se erigen, entonces, como una contradicción, una dicotomía o una lucha de contrarios

Ya mencionamos más arriba al bueno de Homero y los diez años de perrerías que hizo vivir al pobre artífice del Caballo de Troya. En este texto, compuesto hacia el siglo VII u VIII a.n.e. pero concebido seguramente unos cuantos siglos antes, se mencionan los Campos Elíseos, unas tierras en el límite occidental del mundo donde habitan los héroes caídos como Menelao o Aquiles. Poco después de Homero, otro de los padres fundadores de la literatura griega, Hesíodo, en sus Trabajos y días menciona un concepto asimilable a los Campos Elíseos: las Islas de los Bienaventurados, en el contexto de su mito de las edades.

Y no se quedan ahí las referencias a islas maravillosas en los límites más occidentales del mundo en los textos clásicos, pues solo hay que recordar el mito de las Hespérides, de las Afortunadas o el propio relato de la Atlántida de Platón, que sigue despertando nuestra imaginación más de dos milenios después.

No se puede afirmar que estas menciones clásicas se correspondan con nuestras queridas Canarias. Tampoco podemos pecar de chauvinismo pensando que somos el único archipiélago que se yergue más allá de las Columnas de Hércules, pero en este artículo hablamos de inspiración, y los contornos agrestes de unas islas en el horizonte vistas desde un navío fenicio, griego, púnico o romano bien han podido plantar la semilla de muchos de estos relatos. Que dichos contornos fuesen de Madeira, Selvagens o Canarias, da un poco igual. La inspiración no es propiedad de ningún país y por fortuna tampoco conoce bandera.

Ulises y las sirenas, de John William Waterhouse (1891). Fuente: wikipedia

Hay algo que une a todos estos relatos, un concepto complementario de la dicotomía que nos presentaba Higginson. Se trata del lugar común del Finis Terrae, del final del mundo. Solo tenemos que recordar esos viejos mapas medievales en cuyos márgenes rezaba aquel hic sunt dracones (‘aquí hay dragones’). Los extremos, los fines del mundo, se nos presentan entonces como lugares donde habita lo fantástico. Nuestro desconocimiento de esas fronteras extremas abre la puerta a la imaginación y teje a su alrededor toda una serie de relatos fantásticos, una red que pervive incluso después de que dichos lugares pasen a ser conocidos y cartografiados. Dependiendo del ángulo desde el que veamos el mundo, existen muchos de estos Finis Terrae, desde el Cabo de Hornos en el extremo meridional de América hasta Nordkapp al norte de Noruega, pasando por el archiconocido Fisterra, final último del Camino de Santiago mucho antes de que se viese cubierto por una pátina de cristianismo. Todos ellos comparten un aura mítica, ese hic sunt dracones que, aunque haya sido borrado por el conocimiento cartográfico, continúa latente como en un palimpsesto. Nuestras islas han sido y siguen siendo también el balcón último para observar el ocaso, el final del mundo como metáfora del final de la vida, uno de los mayores misterios de nuestra existencia y quizá el que más ríos de tinta ha hecho correr.

Han sido muchas las mentes creativas que han puesto los pies o la mirada en Canarias y que han bebido de su fertilidad inspiradora. Agatha Christie, José Saramago o Jules Verne son solamente tres ejemplos que cualquiera puede conocer. Pero las islas no solo han sido el horizonte al que mirar o llegar desde tierra firme, sino que sus manantiales han amamantado desde la cuna a literatos de la altura de Benito Pérez Galdós o Alberto Vázquez Figueroa.

Puede que las islas estén completamente cartografiadas, señalizados sus senderos principales, abarrotados en verano algunos de sus caletones y playas. Podríamos pensar que ya no queda nada desconocido o mágico en ellas, pero nos equivocaríamos. Lo que para muchos son solo unos esputos del Atlántico con un clima benévolo en los que refugiarse de los rigores invernales de la vieja Europa, para otros seguirán constituyendo parajes llenos de misterio en los que la inspiración literaria fluye a borbotones. No en vano han sido elegidas para encarnar en la pantalla los paisajes de vieja Hélade en Ira de Titanes o los reinos fabulosos de Sapkowski en The Witcher.

Es muy posible que seamos pocos los que todavía creemos en quimeras, los que tejemos fabulaciones al observar las formas caprichosas de la roca volcánica. Pero por pocos o locos que sean los que encuentran inspiración en las islas, éstas siguen alimentando las mentes de los que buscan la inspiración en sus costas y volcanes.

Se podría pensar que haría falta un cataclismo que barriese a toda la humanidad para que esa fuente se secase, pero si profundizamos en esta idea, para los eventuales pobladores de ese mundo post-apocalíptico volverían a aparecer, envueltos en bruma, los contornos de unas islas en el horizonte occidental. Y así, una vez más, nuestro archipiélago plantaría la semilla de la inspiración en sus almas.

Tomás González Ahola

Pontevedra 1981. Licenciado en Filología Clásica y con estudios predoctorales en Teoría de Literatura y Literatura Comparada, trabaja con libros desde hace más de una década. Es traductor literario de lenguas inglesa y finesa, fundador y editor de varios sellos editoriales y escritor a ratos. Hace unos años hizo de Tenerife su hogar, donde alterna sus obligaciones laborales con algunas de sus pasiones: la música rock, el senderismo y los guachinches.