¿Has escuchado alguna vez el sonar del bucio en el barranco? No hay sonido que mejor agite las raíces del corazón del canario.
Después están las nubes. Altas como gigantes o planas como conchas de lapa, pequeñitas y dispersas, estiradas y arrogantes o resbalando en las laderas con su abrazo de agua.
Y la niebla. También está la niebla pintando los bosques de verde esmeralda.
Y el sol amarillo dorando el carrusel de las lavas. Y las fachadas coloridas. Y las palmeras y los dragos. Y las ansias por la vida.
Están los abalorios de papiroflexia del jaral florecido. Las reinas de los bosques, el pico picapinos. El cardón del malpaís y las sirenas de los charcos. La elegancia erguida de los roques milenarios.
Están los pinzones en las ramas y las pardelas en los riscos. El arrullar de los cañaverales con la cadencia infinita del peine del alisio.
Está la era estrellada alumbrando los desvelos. Y una luna acostada como una destiladera de sueños.
Está el Teide, con sus pies de océano, cargando en su costado el equilibrio de las cosas.
Y sobre todo están sus gentes. Sencillas y habladoras. Amables, cantarinas, parranderas, laboriosas.
Y está la mágoa. Y están las isas. Y están las chácaras. Y el rascar alegre del timple en las carretas adornadas.
Sí, Canarias es poesía. Toda ella. Desde el mar hasta la cumbre, de la orilla a las estrellas. Solo hace falta abrir los ojos del alma para verla.