Miguel Pérez Alvarado es, en mi punto de vista del sin lugar a dudas, uno de los poetas más sugerentes, desde Canarias, en estas dos primeras décadas de los comienzos del siglo XXI. Tras haber animado el pensamiento desde sus primeros versos en Teoría de la luz (2001) y en –sobre todo– Levantado templo (2011); y tras haber arribado a las arenas reflexivas sin abandonar el lenguaje diagonal con iniciativas escriturarias como Abordajes (2011) y su impagable Tras la sístole (2015), nos llega ahora con otra pareja más de libros con versos: Ala y sal (El sastre de Apollinaire, 2018) y Abra (Mercurio Editorial, 2018). Ambos fueron presentados a la par, este pasado verano, en el palacete Rodríguez Quegles de la capital grancanaria, y junto al autor y sus nuevos cuadernos estuvieron dialogando Jorge Rodríguez Padrón, Máximo González Guardia y este que escribe ahora intentando precisar y ampliar algunos de los amagos que allí procuró explicar oral e intercambiantemente ante el público atento y entre los compañeros de diálogo.

Es así que me gustaría comenzar anotando que la literatura de Pérez Alvarado –y en particular estos dos nuevos acercamientos– sospecho que vendría muy bien arropada si fuera críticamente abocetada por esta tan cercana frase hecha de nuestra cotidianidad: dar(nos) un viaje; una expresión que, por el trazo que adquiere en su escritura la noción de viaje, convoca en el gesto silábico adquirido una fuerza realmente nítida para poder acotar –acaso al menos de soslayo– los alcances que en este campo interpretativo se barajan. Porque el verbo irremediable de nuestro escritor nos pega un animoso tortazo, un ascendente guantazo vital para revolvernos el paso y el pulso de la vida en bruto; porque con su entrecortado vocablo nos vira el pensamiento normalizado, le da la vuelta a la casa y a las cosas, apalabrando a su manera y, por tanto, en esta su forma, abriendo (como uno de los dos nuevos títulos señala) la existencia hacia otro modo de vivir, hasta otras maneras de la percepción y del rastreo. Entonces, al través del ensanche que plantea en medio de nuestra rutinaria sangre obtusa, el viaje que nos da su poesía responde ante el muro vital del dolor y la alegría con una ampliación del tiempo sin prospectos de seguridades, sin cerrazones de lujo, sin fijezas, sin rumbo linealmente fijo. (Y en mitad de nuestras aseveraciones surgen al compás algunas preguntas enviadas al autor: ¿es la suya una escritura sin culpas?, ¿una escritura sin utopías?, ¿un verbo sin ansia de redención?). El consuetudinario día a día remonta y se abalanza como un imposible, con Pérez Alvarado, sobre la dilatada historia. Y si fuera así como anotamos, nos interrogamos: ¿es su viaje propiamente un viaje?

Si decimos viaje, en el contexto de esta escritura insular pensada y prensada, habrá que dibujar la orilla, que nos acerca asimismo a siluetear el movimiento, su actividad: así es al unísono tiempo este viaje, estar en marcha ininterrumpida, encima y adentro de supuestas limitadas palabras que pasean sobre un trazo infinito que niega los dualismos, o acaso que no los enfrenta y menos sintetiza: ni adentro ni afuera, o con adentro a la vez que con afuera; y-ni arriba y-ni abajo… y todo siempre entre calima. La orilla es lugar y no-lugar que define el meneo como simbología de la existencia desprogramada por decreto ley y altura, simbología de la isla (como mínimo la isla que hay en él), de la poesía; orilla destrozada por su estricta indefinición. O propuesto de otro modo: entero cuerpo palpado en estas sílabas sin platonismo al uso, y mucho menos con dirección circular. Carne en espiral sobre una brasa personal (la del poeta), sin inicio ni final, en la barbacoa colectiva (la de nosotros lectores) congregada por la palabra poética de Pérez Alvarado. O –además– traducido a su lenguaje: Ala y sal, salir y volar, pero a la par halar (si aspirada la h mejor será entendido), materia en movimiento… ¿Ida o regreso? ¿Qué connota sobre las hojas de estos poemarios el verbo regresar? ¿Volver al mismo sitio, la isla, desde donde se salió en otro tiempo? ¿No es más bien este movimiento, ahora y aquí, ir a otro momento: espacio hecho tiempo, geografía (decorativa) convertida y revertida en historia (palpitante)? ¿Es la ida un regreso, el regreso una ida, una hu-ida? No es el mismo sendero, desde aquí o desde allí, el del ir que el del venir. Por tanto: ¿volver es re-vivir? ¿O resucitar, como apostilló Pedro Perdomo Acedo en un libro tan definitorio para el escritor con el que en este interpretativo deambular nos desplazamos?

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Claro que todo lo que bamboleantemente inscribimos no podría ser conformado sin una dicción poética inusual (valga la redundancia), expresión extraña que se envalentona por llegar a ser ex-presión. En esto va la gran cuestión: en el uso que el escritor hace de la lengua, y al completo lo que ello conlleva: forma que es contenido, sonido que es significado, sintaxis que es pulmonada y silogismo, pensamiento que desplaza los tiempos verbales, ausencia de preposiciones… O sea: cuerpo verbal con sangre, fluido, dialéctica y movimiento… que más atrás soplábamos. Su palabra porta, en este su sinuoso riego, marcas y señales, zanjas y cicatrices, ambigüedades y triples lecturas; aberturas, rareza o simplemente poesía.

¿Cuáles son algunos de estos cuños, algunas de estas balizas líricas en Ala y sal (AyS) y en Abra (A)? Podríamos hablar amplio y tendido, por ejemplo, del uso del modo subjuntivo galopando sobre las posibilidades, las hipótesis y las dudas, instaurando con él una inseguridad en las acciones del verso al modo de una vuelta a casa guiada por la fiable borrachera de las palabras.

Cruza en medio de la calima su cuerpo por la calle Jerónimo Falcón, como una aparición blanca sobre las aguas lentas del río que atraviesa el desierto africano. Alargaras la mano para tocarlo y en tu tacto quedara el desplome de un castillo de arena, resecos al calor sus frágiles cimientos. Y en el mismo instante del derrumbe, quedaran obsequiados tus ojos luctuosos con la imagen de su cuerpo continuar el paso calle abajo, indemne rumbo al mar. (A, p. 45)

Precisamente el título de uno de los libros es Abra, término ampliamente escarranchado en tanto que bascula entre el dicho subjuntivo y el modo imperativo, que a su vez se fragmenta ambiguamente entre una multiplicidad de personas: ¿abra yo, usted o él/ella? ¿Primera, segunda o tercera del singular? Y en relación a esta espectral escena: ¿se habla del verbo abrir o del topográfico sustantivo abra? Puestos a habitar esta indeterminación a la que somos invitados, ¿tras el abra no vendría de cajón –líricamente hablando– el cadabra?

Prima hermana de la anterior seña es la significación en español del condicional, instalado en el terreno cultivado por nuestro poeta a partir de determinados usos de tiempos verbales y –sobre todo– desde concretos nexos aparentemente desquiciados (pues no tienen correspondencia lógica en el discurso) o sin diálogo con la oración que normalmente vendría a completarla como principal.

El viento si gira y eriza la lengua,
si caen los días y se arrastran
detrás de ti,
donde si los balcones del pecho
te adentran en el aire
hasta desdoblarte,

y entonces vez
que empieza el sendero que te trajo. (AyS, p. 9)

Otras conjunciones de diverso tipo son recurrentemente eludidas, así como muchos verbos y preposiciones consiguiendo rellenar de murmullo los vacíos de los enlaces en ausencia e instaurando, de alguna forma y entre otros menesteres, sobrelíneas que avivan las sugerencias una vez más desde un disímil ángulo expresivo. Asimismo contribuye a lo que desgranamos la supresión de determinantes que, atada a la aparición de infinitivos en función nominal, consiguen ofrecer en las estrofas nebulosas conceptuales que agrandan el caudal de significación aperturista de Miguel Pérez Alvarado. Piezas cada una de las expuestas que amorosan la sintaxis pluralmente, por ejemplo en estructuras donde no es transparente si un sintagma es presentado en función de sujeto o complemento, o en viceversa.

No cambiará el aire respirado
la forma del alma (…). (AyS, p. 15)

Hay un espacio que clausure la muerte,
quizás. (AyS, p. 16)

No menos diferencial es el léxico relativamente simbólico que ha ido empleando, con continuidad, a lo largo del tiempo: salto, andamiar, margullar, diástole,sístole, partir, arar, llaga, semilla, zafra…, un escogido diccionario personal que, junto a todas las aristas lingüísticas anteriores, y algunas más, nos aproximan un mundo, un pensamiento y una vivencia ciertamente singulares que vienen marcados por su constitución indefinida frente a una monolítica y unidiscursiva palabra colonial de la mente y las razones, de la ética y los sentimientos, del cuerpo y los sentidos. Un lenguaje en vivo y en vilo puesto que se anuncia y enuncia sobre la serpenteante orilla, lo que conlleva que ni siquiera aquel vocabulario que enumerábamos mantenga una recta y única significación desde sus comienzos hasta hoy.

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Paralelamente a esta tangencial coherencia a la que aludimos en este proceso creativo del grancanario, desde su inicial Teoría de la luz han reflotado y naufragado dispares elementos que traducimos sobre el presente como notable envergadura. El primero de ellos es, directamente, su originario poemario (premiado con el Tomás Morales en 2000), deudor de algunos ademanes relacionados con una parte de determinadas poéticas contemporáneas definidas laxa y gandulamente por una especie de metafísica de la luz con muy poca carnalidad. No obstante, desde allí surgían igualmente faros vocales animadores de futuro, enhiestos y forzados para ser escorzos de un perfil mucho más atractivo y original que la otra vertiente flonfli nombrada, por donde precisamente iban a ir derivando las explanadas poéticas de su siguiente libro, Levantado templo (2011).La cosa podría alargarse en exceso si descifráramos con pormenores lo que simplemente dejamos caer, y es por esto que tan solo incitamos a meditar –a propósito de las líneas previas– en la construcción de los poemarios de Miguel Pérez como estructuras de sentido completo, como la conformación unitaria del libro, al menos en apariencia (pues siempre esperan de par en par –y menos mal– puertas tantas). La arquitectura de sus dos primeros cuadernos se puede llegar a observar, por su complejidad en el desglose fragmentado de sus partes, como una suerte de encorsetado simulacro orgánico en el que el movimiento verbal que aplaudíamos más arriba no parece exponerse con la distinción gustosa con que noto cómo se me acercan los poemas de Ala y sal y Abra; que en los índices que los enmarcan dejan palpar una mayor sencillez que provoca –a mi pejiguero ojo– que el conjunto se lea como un cuerpo mayormente enérgico. Los órganos expresivos se destrincan y se liberan el esqueleto y la musculatura, respirando y ensanchándose en su inexactitud precisa de oración con alma.

 

Propiamente entendido lo anterior, y aunque la marca cuerpo esté presente desde los orígenes de Pérez Alvarado, tengo algo más que la sensación de que la poéticade nuestro despertador autor no se ha corporizado en proporciones significativas hasta estos últimos libros. Esta poesía ha sufrido un centrifugado proceso, con parsimonia y paciencia, en el que el predominio de la mirada ha ido cediendo paso al tacto, así que –tal y como adelantábamos– la carnalidad ahora se torna directamente puntal sostenedor de lo que se escribe; con lo que la sobreabundancia de la geografía –insistimos– deja pasar a un plano principal la historia encarnada (diástole y sístole; siástole y dístole) donde por lo menos andan dilatándose –con la vista perdida– la incertidumbre del pie y el temblor de la mano.

(…) si no será el tacto
quien erice la tinta,
no tendrán habitación
las prolongaciones del rumor original (AyS, p. 31).

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Conocemos algo de la vida de Miguel Pérez Alvarado, de su fundamental y larga estancia de estudios en Madrid, y en constante ida y venida desde allá hasta las Islas. Desde esos desplazamientos van elevándose todas estas inquietudes, reflexiones y mareos. Pero –volvemos reiteradamente– ¿es su viaje propiamente un viaje? ¿Es la isla, en estos poemas, isla? ¿Es Canarias, en Miguel Pérez Alvarado, Canarias? Y, por ende, ¿es Miguel Pérez Alvarado, en sus textos, Miguel Pérez Alvarado? Si tenemos claro que es, ¿puede llegar a no serlo? Y si tenemos claro que no es, ¿puede llegar a serlo? ¿Alguien se atreverá a contestar sin vagabundeos? ¿Nadie se atreverá a contestar?

No se me escapa que esta serie de preguntas finales, por sus modos y sus contornos de aporía, pueden ser leídas como un añadido que no viene a cuento probablemente porque no acrecientan una posible focalización aguda en el entendimiento de la propuesta escritural del poeta. Sin embargo, pasa que desde esta piel que comenta es inevitable hacerse este tipo de cuestiones de vértices tan estrechos porque señalan la columna vertebral de lo poético, de la metáfora e incluso –me atrevería a decir– de la propia palabra… Y cuando una escritura me genera tan abrumadora y trascendental materia, siempre al modo de la interpelación interrogativa, no puedo más que rendirme a la evidencia de que el viaje ancho con ella vivido no ha sido en vano y de que la palabra ofrecida me es indefectiblemente –ya– tan nutritiva.